Otros mundos
Las calles se transforman, su apariencia cambia según la época, algunas cosas permanecen, otras no. Ahí están derrumbando una casa que fue vecindad por varias décadas y en ellas se inicia la historia que te voy a contar. Se dice que durante muchos años tuvo esa morada una vivienda desocupada
porque nadie la quería alquilar. La razón era que en una de sus paredes había una huella clarísima de una mano, con seis dedos.
Este dedo de más y el intenso color rojo que lucía, eran suficiente motivo para causar pavor a quien la veía. Si se trataba de limpiar aquella mancha con agua y jabón o con otra sustancia, se perdía en la humedad por un rato, pero cuando se secaba la pared, ahí estaba otra vez.
Una persona que rentó la vivienda y trató de tapar la huella con un retrato suyo, vio con terror que la mano siniestra aparecía sobre la mano de su rostro enmarcado; y otro que se creyó más listo y le puso enfrente un ropero, a toda hora escuchaba como si alguien golpeara la madera del mueble.
Si los problemas son grandes, los remedios tienen que ser mayores.
Al preguntarle qué le sucedía, él le contestó con voz temblorosa y débil: “Aquí nací, señora”, señalando la vivienda desocupada, agregó:
Estará habitada, agradezco su gentileza”. No, si desde hace muchos años está desocupada.
Es que acercándose a él y con tono misterioso, continuó—: ahí hay una cosa... (se persignó). ¡La huella de la mano con seis dedos sobre una de sus paredes!
Los ojos del anciano se iluminaron con un brillo instantáneo y con visible emoción exclamó: “Lléveme allá, se lo suplico!”.
La mujer ayudó al pobre viejo que temblaba de inquietud por ver aquello que a todos causaba temor. Lo dejó en la vivienda y al cerrar la puerta se quedó a observar por el ojo de la chapa.
También atestiguó cómo aquel cuerpo frágil se estremecía de gozo y una gran sonrisa le cruzaba el rostro arrugado, y cuando vio que movía los labios, pegó la oreja en la puerta para escuchar. ..Sí soy yo, hemos cumplido hermanito, ya podemos irnos., dijo el anciano, quien retiró su mano.
Habían nacido en esa casa hacía más de noventa años, en 1899. En el aquel entonces el lugar era una residencia señorial.
La casa del inglés, así le nombraban porque el padre de los gemelitos había nacido en Inglaterra.
Circulan chismes, invenciones y dizque profecías que preocupan a los ingenuos. Por escuchar esos rumores, doña María Trinidad Zepeda de Crowen estaba muy preocupada por sus recién nacidos. Pensaba: “¡pobrecitos!, si se acaba el mundo, ¿qué van hacer?”.
Pero pasó ese año y otro y otros, y al planeta nada le sucedió. Lo que si aconteció fue el inicio de una revolución. En 1911, con once años cumplidos, a Simón y a Roberto se les acabó el mundo; el suyo. Todo el bienestar, los cuida- dos, mimos y lujos que habían disfrutado hasta ese momento, desaparecieron para siempre.
Su padre fue herido por una bala perdida en un tiroteo en plena calle, muy cerca de su casa, y su madre murió a los pocos días tratando de dar vida a otro hijo.
Se movían igual y el tono de sus voces era idéntico, se divertían mucho haciéndose pasar el uno por el otro. —Soy Simón, Jovita —decía riendo uno de ellos a la nana.
Y ella sospechaba el engaño, le decía: “¿Sí? A ver muéstrame la mano, ésa no, no te hagas el tonto; la otra”. Roberto tenía seis dedos en su mano derecha.
Cuando supieron que iban a separarlos, lloraron mucho y juraron que se volverían a encontrar.
¿Pase lo que pase, Simón? —dijo Roberto. —Sí, no me voy a ir de este mundo sin despedirme de ti, hermano. Roberto, con una navaja hizo una incisión en esa mano derecha; Simón hizo otra y unieron sus manos para sellar el pacto. Los años pasaron; la agitación política y social que enfrentaba el país hizo que las cartas que se enviaban los muchachos fueran espaciándose cada vez más, además la incomunicación se agravó porque Simón se
enlistó en las filas revolucionarias y en esa vorágine se olvidó un poco de su hermano. Cuando la calma empezó a reinar y Simón ya era un hombre maduro, buscó a su hermano. Viajó hasta Inglaterra y con esfuerzo y dedicación lo encontró. Ante una tumba leyó: “Roberto Crowen (1899-1932)”. Su querido hermano había fallecido. La viuda dijo a Simón que él también había tratado de localizarlo afanosamente, y que en la hora de su muerte, alargando su mano había dicho: “¡Simón, no me iré sin despedirme!”.
¿Será cierto lo que dijo mi papá de bisha? Y creo que sí, se lo contó la portera de la casa donde murió. Ella vio y escuchó lo que pasó. Él y su hermano eran como tú y yo.
Pues cuando yo me muera voy a regresar del más allá para asustarte. A Federico le da risa y dice a su hermano:
“Entonces, mejor me voy a morir yo primero, para venir a jalarte las patas”. Algún adulto muy serio y con el ceño fruncido, les hace la señal de que callen, que en los entierros no debe haber pláticas ni risitas ni juegos. “Sí, el mundo de los adultos es otro”, piensa Alfonso y sonríe a Federico, y ambos intuyen que no falta mucho para que ellos pertenezcan a “ese mundo”... ¿Y seguirán juntos? Esa idea es una pequeña sombra de tristeza igual a la de una nubecita solitaria que acaba de desprenderse de otra, y que el viento lleva hacia otro lado, en un cielo hermoso y claro, que refulge de sol sobre un camposanto.
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